Farenheit 451 o nuestra natural tendencia a ser felices siendo estúpidos

Hace mucho tiempo quería escribir algo sobre la novela Farenheit 451, pues llevo leyéndola con mis estudiantes de grado décimo hace unos tres años. Así que lo que hay aquí escrito es en parte reflexiones de ellos, y es en su totalidad este escrito un homenaje para ellos.


Cada uno, tomado aparte,
es pasablemente inteligente y razonable,
reunidos, no forman ya entre todos,
sino un solo imbécil" (Schiller)

En 1953 la Guerra Fría estaba en pleno auge. La Segunda Guerra Mundial había terminado pocos años antes dejando dos superpotencias en competencia continua: Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambas naciones estaban a punto de embarcarse en una legendaria carrera espacial y de armamento, que dio lugar, entre otras cosas, a grandes canciones como Space Oditty de David Bowie y Rocket Man de Elthon John, y a películas estupendas como Dr Strangelove de Stanley Kubrick. Bueno, y al terror e inminente peligro de una guerra nuclear que amenaza con dejar a la tierra flotando en el espacio de forma tan inerte como el satélite natural que la circunda. Irónicamente la Guerra Fría amenazaba con incendiar el planeta.

Y de eso va la novela que nos interesa: de fuego, de quemas, de incendios. En 1953, ese año situado en una época de tensión global, se publica la novela Farenheit 451 de Ray Bradbury. En síntesis, la novela es la historia de Guy Montag, un bombero que vive en un Estados Unidos futurista en el que los ciudadanos están profundamente alienados en un sistema totalitario. Yendo más allá de la sinopsis, nos encontramos que el totalitarismo de Farenheit no es a la vieja usanza como el de Hitler o Stalin. Más bien es un totalitarismo de mercado, dónde el espectáculo, sobre todo televisivo, es el encargado de homogenizar el pensamiento y los intereses de las personas vaciando de contenido la libertad de expresión y de acción. Bradbury veía en la naciente tecnología de la televisión un potencial instrumento que se puede utilizar para alienar mentes de manera masiva, y no se equivocaba. Como todo sistema totalitario, el que se describe en la novela excluye el libre pensamiento de cualquier interacción social. La libre expresión se conserva pero vacía de un contenido importante: la reflexión rigurosamente argumentada. No es de extrañar que libros de corte filosófico como Walden de Thoreau u obras literarias como Fausto de Goethe y El Proceso Kafka, que ahondan en el sentido de la existencia humana desde distintas perspectivas, sean una amenaza para un sistema al que no le interesa el pensamiento divergente y profundo.

Fotograma de la película Dr Strangelove: o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (1964) de Stanley Kubrick

Es por ello, que en esta retorcida sociedad, el trabajo de Montag no es apagar incendios sino quemar libros. Si bien a la gente en general ya no le interesa sumergirse en obras como La Ilíada o El Quijote, sino en telenovelas y programas de concurso, el sistema cuenta con que siempre habrán algunas personalidades rebeldes tentadas a nadar en lo profundo de sus páginas en busca de tesoros que la superficial televisión no ofrece. En consecuencia, los libros en la sociedad de Farenheit 451 son considerados como cajas de Pandora, objetos que al abrirse sólo traen conflictos, sufrimiento, desgracias y melancolía, pues aíslan al individuo de la masa que acepta sin resistencia el modelo de vida feliz que impone el sistema.  Si los libros están prohibidos, quién los posee, los escribe o los lee, se vuelve un enemigo del sistema. Para el sistema totalitario de Farenheit, alguien que tiene un libro es como alguien que tiene una bomba armada escondida en el sótano de la casa, es decir, un potencial criminal o un terrorista. Por eso es necesaria una fuerza coactiva que desarme al delincuente, que haga cenizas los libros. Esta fuerza son los bomberos o como los llama Beatty, el Jefe de Montag, Guardianes de la felicidad, cuyo papel es servir de “censores oficiales, jueces y ejecutores” del sistema. Poseer, leer y escribir libros es un crimen y los bomberos son la justicia. Los libros ponen en peligro la felicidad de la mayoría, convirtiendo también a cada ciudadano en un censor y juez de los demás, en un guardián honorario de la felicidad.

Pero ¿cómo llegó la sociedad a un estado de cosas dónde los libros amenazan la felicidad y se persigue sin tregua a quiénes los poseen? Sobre el final de la primera parte de la novela titulada Era estupendo quemar se ofrece una respuesta a esta cuestión. Después de conocer a una vivaz y curiosa joven llamada Clarisse McCellan quién confronta a Montag sobre cómo está llevando una vida que no ha elegido, y después de presenciar como una mujer a la que los bomberos han allanado su casa prefiere prenderse fuego a sí misma junto a sus libros antes de seguir viviendo sin ellos, Montag entra en una crisis de conciencia moral en la que empieza a preguntarse sobre el orden social del que hace parte, sobre por qué es bombero, sobre por qué no recuerda cómo se enamoró de su esposa. Roba un libro de la mujer inmolada y se recluye en casa rehusándose a ir a trabajar en medio de una crisis nerviosa. Beatty va a visitarlo, mostrándose como un jefe comprensivo, dando a entender a Montag el tipíco lema del entrenador, o lo que hoy llamaría coaching: a los mejores nos pasa. En esta visita le cuenta a Montag cuándo y cómo los bomberos pasaron de apagar incendios a quemar libros, y en general como la sociedad llegó a ser lo que es y por qué, y a juicio de Beatty, es necesario mantenerla así: ignorante y feliz.
Fotograma de la película Farenheit 451 (1966) de François Truffaut.
 Beatty comienza situando el origen del nuevo oficio de los bomberos en un hecho histórico que llama Guerra Civil, pero del cual no ofrece datos ni cronológicos, ni de ningún otro tipo. Según Beatty, más que la guerra, lo determinante para que los bomberos adquirieran un lugar importante de poder en la sociedad por quemar libros fue el cambio en las relaciones sociales que produjo la implantación de la fotografía, pues ello dio lugar a la masificación de información a través de medios que mezclan la imagen con sonido: películas y televisión. Esta masificación de la información junto al crecimiento exponencial de la población, dieron lugar a una precarización y aversión hacia la intelectualidad forjada desde la escritura y lectura de libros. Libros, películas, revistas, programas de radio y televisión de bajo nivel empezaron a estar presentes en cada casa las 24 horas del día, generando una grotesca homogenización y reducción de las interacciones sociales. La sobrepoblación y los medios masivos acortaron las distancias entre las personas acelerando y simplificando la vida en todos sus aspectos. Es de anotar, que es visionario que en la novela la televisión sea interactiva, un antecedente de nuestros actuales dispositivos como los móviles de última generación.

Según cuenta Beatty, tres son los ámbitos de interacción social humana determinantes en su simplificación para tener una sociedad homogenizada en su forma de pensar y actuar: la política, la educación y las minorías. En el caso de la política, quedó reducida a eslóganes en radio o televisión o a una breve columna en un diario: un titular y un par de frases. En consecuencia, afuera de la esfera pública quedaron los discursos elaborados y divergentes entre sí sobre mejorar el orden social o criticar el ya establecido, por lo tanto, expulsados también quedó el debate y la discusión desde una postura propia y elaborada. Afuera también quedaron, por supuesto, los tratados extensos de filosofía política, y por tanto aquellos políticos que los invocan en su discursos. La democracia en esta sociedad no desaparece del todo, sino que se convierte en una democracia de mercado. Se celebran elecciones para cargos públicos, la gente puede elegir con su voto, pero los criterios para votar del electorado se basan en aspectos personales y superficiales sobre los candidatos. Para Mildred, la esposa de Montag, y sus amigas, por ejemplo, el candidato ideal es aquel que se vea mejor en traje, que se vea joven, y cumpla en general los criterios de belleza física que promueven los medios, que se vean como los modelos asépticos de los comerciales de máquinas de afeitar. Poco importa si las propuestas de los candidatos están rigurosamente planteadas para mejorar las condiciones de vida de todos, lo relevante es que el candidato se vea bien a los ojos como un producto en las góndolas de un supermercado. Así, la política es simplificada, reducida a un programa de concurso, a interacciones sociales exclusivamente mediadas por criterios superficiales, despojada de todo humanismo.

La educación es otro ámbito de la vida que también se simplifica. La simplificación de la vida en la sociedad que describe Beatty es un proceso que vive todo sujeto desde sus etapas más tempranas hasta la edad adulta. La educación es una etapa de un proceso de adiestramiento que funciona como un laberinto sin salida. A los colegios se ingresa cada vez a una edad más corta para que el individuo no sienta que pertenece a una familia, es decir, para que el individuo no sienta arraigo por algo que no sea la aldea global de felicidad del sistema. En los colegios los deportes y clases como la clase de televisión, ocupan casi todo el currículo. En la Universidad se acortan los años de carrera y se eliminan materias como Filosofía e Historia, la pronunciación y redacción del lenguaje se descuidan. Los clásicos, aquellas obras inmortales como Hamlet que eran leídas y estudiadas en profundidad en colegios y universidades, fueron reducidos primero a emisiones radiofónicas de 15 minutos, luego a resúmenes dentro de los diccionarios.

Finalmente, las obras clásicas quedaron consignadas en breves sinopsis dentro de libritos que prometían la lectura rápida de todos los clásicos. De esta manera, los grandes libros fueron expulsados del sistema educativo, al igual que del ámbito político y reducidos a un artículo o mención en revistas de farándula. El Quijote, La República y Hamlet leídos en minutos: una vasta cultura general para presumir con los vecinos. En últimas, el sistema educativo se reduce a un mero entrenamiento para una vida reducida a la explotación laboral y el placer efímero e inmediato. En las universidades solamente importa graduar deportistas y técnicos que reparan y operan máquinas como ensambladoras de autos o aviones, borrando de la vida social la figura del profesor y la del sabio, reduciendo así la palabra intelectual (lector de libros) a un insulto.

Por su parte, en cuanto a las minorías, otra posible fuente de pensamiento independiente del sistema,  nadie se mete con ellas, ni con amantes de perros o gatos, mormones, médicos, abogados, cocineros, etc. Es decir, nadie quiere en ningún programa de televisión o libro pensar con profundidad sobre la vida real de los individuos o las minorías de las que hacen parte:

A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo. Escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. Serenidad, Montag. Líbrate de tus tensiones internas. Mejor aún, lánzalas al incinerador, ¿Los funerales son tristes y paganos? Eliminémoslos también, Cinco minutos después de la muerte de una persona en camino hacia la Gran Chimenea, los incineradores son abastecidos por helicópteros en todo el país. Diez minutos después de la muerte, un hombre es una nube de polvo negro. No sutilicemos con recuerdos acerca de los individuos. Olvidémoslos. Quemémoslo todo, absolutamente todo. El fuego es brillante y limpio.

Los libros llenos de pensamientos filosóficos complejos generan discusiones para establecer diferencias entre las personas y los grupos de personas a través de comparaciones desfavorables con críticas, refutaciones y argumentos. Después de resumidos, los libros deben quemarse. Así, la gente dejó de leerlos y escribirlos, y pasó a verlos como talismanes para resentidos sociales, quedándose las mayorías sólo con las historietas, revistas insulsas sobre famosos y revistas eróticas en tercera dimensión, abrazando el facilismo y la comodidad del consumo. Cada ámbito de la vida fue simplificado progresivamente, con una aceptación pasiva, y en cada ámbito de la vida los libros fueron dejados de lado como objetos obsoletos y peligrosos. Así fue como se instauró una sociedad sin conflictos, simplificando las interacciones sociales en los ámbitos sociales que pueden generar pensamiento autónomo, independiente del sistema, simplificación que incluye la eliminación de los libros en cada esfera social. Como resultado se obtiene una sociedad feliz, es decir, sin preocupaciones, sin sorpresas como dice Radiohead en No surprises, con una receptividad pasiva y sin freno a estímulos condicionantes y placenteros:

Has de comprender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten. Pregúntate a ti mismo: ¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo toda tu vida? “Quiero ser feliz”, dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia.

¿Para qué preocuparse por aprender algo más complicado que apretar botones, conectar conmutadores y apretar tuercas? ¿De qué sirve estar pensando en el por qué y para qué de la existencia? La respuesta es clara para Beatty: no sirve de nada. Lo mejor es aceptar sin cuestionamientos un modelo de vida feliz sin intrincadas y profundas preguntas sobre el universo y nuestro papel en él. Un modelo de vida en el cual el empleo es la mitad de la existencia y la otra mitad es el placer después del trabajo: sentarse agotado a atontarse frente a las pantallas de televisión viendo programas de deportes y de concurso, para fortalecer el espíritu de grupo y obtener diversión, atontarse con fármacos sedantes hasta quedarse dormido y con entretenimiento ligado al espectáculo en general:

Cualquier hombre que pueda desmontar un mural de televisión y volver a armarlo luego, y, en la actualidad, la mayoría de los hombres pueden hacerlo, es más feliz que cualquier otro que trata de medir, calibrar y sopesar el Universo, que no puede ser medido ni sopesado sin que un hombre se sienta bestial y solitario. Lo sé, lo he intentado ¡Al diablo con ello! Así, pues, adelante con los clubs las fiestas, los acróbatas y los prestidigitadores, los coches a reacción, las bicicletas helicópteros, el sexo y las drogas, más de todo lo que esté relacionado con reflejos automáticos. Si el drama es malo, si la película no dice nada, si la comedia carece de sentido, dame una inyección de teramina. Me parecerá que reacciono con la obra, cuando sólo se trata de una reacción táctil a las vibraciones. Pero no me importa. Prefiero un entretenimiento completo.

En este orden social, no hay necesidad de pensar en cosas como el sentido de la vida, ni escribir sobre ello, ni esforzarse por alcanzar uno propio, hay un sistema que predetermina todo eso. Por eso para Montag es tan chocante cuando Clarisse le hace una pregunta tan aparentemente simple: ¿Es usted feliz? Para el sistema y sus guardianes pensar en ello solamente genera melancolías insulsas. En contraparte, la persona infeliz para el sistema es aquella que se cuestiona a sí misma y a la sociedad en la que vive, alguien como Clarisse. Hay cosas que es mejor ignorar, diría Beatty, porque pensar en ellas causa angustia, tristeza. Es mejor estar ocupado trabajando y entretenido fuera del trabajo, pues no se da uno cuenta que vive como una rata en un laberinto de Skinner mientras acepta ese destino como felicidad: la ignorancia es la felicidad. Tenemos así un sistema que a través del entretenimiento y la explotación laboral homogenizan la vida para que la población ignore la importancia de practicar la libertad de pensamiento, y acepte como felicidad el modelo de vida que el sistema ofrece. Una sociedad con libertad para expresarse, pero sin ningún pensamiento libre que expresar:

Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. o, mejor aún, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra. Si el Gobierno es poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe por ello. Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo lowa el año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse.

Así, según Beatty, las mentes se mueven al ritmo de la mecánica de los estímulos sensoriales y de la información propagada de manera sesgada e inconexa por los dispositivos tecnológicos: “Acelera la proyección, Montag, a prisa. ¿clic? ¿película? Mira, ojo, ahora, adelante, aquí, allí, a prisa, ritmo, arriba, abajo, dentro, fuera, por qué, cómo, quién, qué, dónde, ¿Eh?, ¡Oh!, ¡Bang!, ¡Zas!, ¡Golpe!, Bing, Bong, ¡Bum! Selecciones de selecciones”. Esta compulsiva dinámica que describe Beatty hace que las mentes de las personas giren como ropa en una lavadora que elimina como suciedad cualquier pensamiento que invite a reflexionar, que invite a frenar la máquina de imágenes y lenguaje simplificado que sobre estimula los cerebros con información de contenido fugaz, sesgado, parcial e inconexo. Cómo dice el escritor colombiano Efraim Medina, las mentes quedan a merced de “la máquina de moler sesos del consumo generalizado que nos reduce a muñones serviles que responden a estímulos que hasta un perro drogado rechazaría”.  Cuando la máquina no funciona, cuando en un individuo se asoma el menor atisbo de insatisfacción contra este acelerado y convulsivo modo de vivir el día a día, a ese individuo le quedan tres opciones para afrontar la angustia, ese vértigo de la libertad como dice Kierkegaard, que produce desconectarse de la comodidad y seguridad del sistema: acudir a los fármacos para adormecer cualquier instinto de la mente por liberarse como lo hace Mildred, vivir escondido y acobardado guardando odio contra el sistema como lo hace Faber o rebelarse contra el sistema como finalmente lo hace Montag y arriesgarse a ser perseguido, difamado y borrado.

Pero ¿quién, quiénes o qué han diseñado el sistema de simplificación de la vida? Cinco años antes de Farenheit 451, George Orwell había publicado la primera gran distopía de la posguerra: 1984 o El último hombre de Europa. Orwell imagino un futuro en el que el globo había sido dividido por los humanos en tres grandes zonas que funcionaban como campos de concentración panópticos, constituyendo un mundo en el cual la guerra era la excusa perfecta para que un único partido dirigiera la humanidad desde y hacia el miedo, y el odio. Para Orwell el futuro era una bota aplastando un rostro humano por siempre. A diferencia de Orwell, para Bradbury la guerra no es el gran telón de fondo ni uno de los ejes de su historia. En Farenheit la guerra es un fantasma que solo se materializa hasta el final con el fuego radioactivo. La guerra en la sociedad de Bradbury no es uno de los ejes del control social, como no lo es infligir sufrimiento, ni terror. Sin embargo, aunque en Farenheit el castigo, la persecución, la tortura y el sufrimiento no son prioridad del sistema para manipular la voluntad, no se desecha del todo su uso, queda reservado para aquellos rebeldes más radicales. La voluntad de los individuos se controla primordialmente con una ilusión de felicidad basada en el placer inmediato del consumo de tecnología mediática y fármacos legales, y quién no quiera ser feliz así es desaparecido.

Si en la distopía de Orwell la ignorancia es la fuerza del Partido que todo lo controla, manteniendo a sus esclavos al borde de la inanición y bajo el constante miedo al fuego de una guerra que nadie gana, en Farenheit 451 la ignorancia es la felicidad. Cómo dice Beatty, ningún gobierno tuvo que imponer por la fuerza o la violencia este estatus quo de vida simplificada compuesto por sujetos totalmente irreflexivos. Poco a poco las personas fueron aceptando la comodidad que supone no pensar por sí mismos, cambiando  la laboriosa reflexión por el corriente entretenimiento, no fue el gran plan impuesto a la fuerza por un diabólico dictador o una perversa élite. Poco a poco las personas aceptaron un sistema regido por una tecnología al servicio de una banalidad que no da pie a conflictos internos ni con el otro, una comodidad que fueron identificando con la felicidad, donde los libros no tienen cabida y se necesita quién los incinere:

Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o periódicos profesionales.

Como un presagio, hoy en día la centrifugadora de mentes de la que habla Beatty se ha perfeccionado con las redes sociales. La televisión ha cedido gran parte de su reino a los dispositivos móviles. Sin embargo, ella misma se ha vuelto interactiva como los teléfonos de última generación, las tablets y laptops. Antes era necesario llegar a casa después del trabajo u otro compromiso social para tener una pantalla alienante ante los ojos. Hoy en día gracias a la telefonía móvil el zapeo en la televisión se realiza en medio de una comida de negocios, durante las clases en el colegio, en reuniones familiares, en la oficina, y por supuesto en casa, somos en todas partes gatos de Schrödinger. Se desliza el dedo por los muros de las redes sociales de manera ansiosa, convulsa. En Facebook, Instagram, Whatsapp, Tik Tok, y otras aplicaciones, las personas viven conectadas la mayoría de las horas del día en una dinámica de estímulo-respuesta parecida a la que describe Beatty: meme, titular sobre un desastre, meme, Pipe Bueno ahora es padre, Luisa W viuda de reguetonero es la madere del hijo de Pipe, fono mímica de un diálogo de telenovela con un trapeador en la cabeza, como me veo del sexo opuesto, avatar, trucos para mantener los tenis nuevos, Kylie Jenner enamora bronceándose boca abajo.

Todos conectados, comentándose, regurgitando y pasándose entre sí opiniones tan vacías como la información en la que se basan sus reacciones. Mientras tanto, con sus me gusta, y me encanta, y me importa, hacen estudios de mercadeo para poner el consumo de cosas desechables e inútiles por encima de la propia vida, hay que ver el rostro de alegría de quienes salían con un televisor nuevo del Covid-Friday. Los políticos y los banqueros hacen y deshacen en medio de desastres mientras los ciudadanos se entregan a orgías de consumo. Sin embargo, la tecnología no es por sí sola el Leviatán al que entregamos nuestras libertades, nuestra capacidad de servirnos de nuestra propia razón. Pierre Bourdieu decía en una entrevista que era irónico estar promocionando su libro que crítica la televisión en un programa de televisión. Ahora mismo, y guardando las proporciones, este texto lo escribo en una laptop para luego subirlo a internet. Como se señala en la novela de Bradbury, la tecnología es sólo el medio, y hoy en día es un medio donde libremente podemos leer grandes libros y rigurosas investigaciones. Al sistema no le interesa ya quemar libros. Lo que si prevalece de la novela ahora es el desinterés por leer eso interesante e importante que hay en internet. Tal vez sea nuestra natural tendencia a desear una vida de placer sensorial constante e intenso, la sobrepoblación y otros factores lo que nos hace más receptivos a los contenidos insulsos y veloces que se nos transmiten por estos medios.

Ya hace mucho tiempo que no hay guerras mundiales. La amenaza de una bomba nuclear cayendo desde el cielo con un vaquero sobre ella como en Dr Strangelove es un temor que surge y desaparece esporádicamente en redes sociales y noticiarios de televisión. Siempre habrá una loción de calamina en los medios para un cerebro estresado al sentirse presionado a pensar por sí mismo cuando tiene al frente la muerte,  ya sea por circunstancias mortales provenientes de la mano del ser humano o la naturaleza. Siempre habrá un avatar o una aplicación para vernos como el sexo opuesto, siempre habrá un día sin IVA para conseguir el televisor de última generación y soñar con el éxito de presentadores, modelos, futbolistas o narcotraficantes homenajeados en telenovelas. La mayoría de la gente opina de política después de leer en un muro de red social sólo un titular y dos frases, todo se reduce a petristas, uribistas, feminismos homogenizantes, en últimas, totalitarismos ideológicos que nadie sabe bien de que se tratan. No se lee a profundidad ni libros ni investigaciones extensas porque confundimos ser libres de expresarnos con ser libres de decir lo primero que se nos ocurre, sin crítica ni autocrítica.
Fotografía Día sin IVA o Covid-Friday en Colombia (Junio 2020)

Hoy nos amenaza un virus, y en redes curas milagrosas y conspiraciones están a la orden del día, la información científica y su análisis crítico se diluye en el vomitorio que se llegan a convertir los televisores, las laptops y los móviles. La propia naturaleza de la que hacemos parte, esa naturaleza que se devora a menudo a sí misma para generar o mantener más vida, esa naturaleza de la que hacemos parte con nuestra inteligencia para conocerla o para conocerse a sí misma, nos pone hoy de manifiesto la fragilidad de la existencia humana como especie. ¿Y si ahora las bombas nucleares estallan o un virus más terrible y devastador aparece? ¿Y si nuestra también natural tendencia a ser felices siendo estúpidos persiste en medio del desastre natural y social? ¿Qué quedará? Quizá solo un grito de espanto viajando para siempre en un universo lleno solamente de rocas y fuego, el grito de una especie que no se dio cuenta que se aniquilaba a sí misma porque estaba ocupada siendo feliz. O tal vez queden solamente unos cuantos que hayan memorizado las grandes obras, los grandes libros, algunos que se detuvieron en medio de la andanada de estímulos estupidizantes y dijeron ¡Sapere Aude! O ¡Conócete a ti mismo! dispuestos a empezar de nuevo.

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