De máscaras y tapabocas: La máscara de la Muerte Roja y el Coronavirus
Deben
los jóvenes y señoritas
al
igual que el deshollinador,
volverse polvo.
(W. Shakespeare)
Por ahí leí, no sé si sea cierto, que Borges dijo que “la
literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”. Sea o no cierto que Borges
expresó dicha frase, si leemos el cuento La Máscara de la Muerte Roja de Edgar
Allan Poe, nos damos cuenta que esa afirmación incluye que la literatura
también puede ser una pesadilla dirigida. Desde el inicio y sin miramientos, Poe
nos deja claro que su relato se desarrolla en un ambiente apocalíptico: “La “Muerte Roja”
–nos dice el narrador en tercera persona- había devastado el país durante largo
tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa”. Más, si se tiene
en cuenta que la peste era un horror que atacaba y acababa casi de inmediato
con la vida de sus víctimas, tras un sufrimiento punzante y sin tregua. Pero lo
más llamativo de esta terrible enfermedad era su impronta: manchas escarlata en
cuerpo y cara producto de un sangrado profuso y sin freno. Un sello, una marca
que no permite al enfermo disimular su padecimiento, aislándolo de toda ayuda.
Después de
acomodarnos en un escenario dantesco, Poe nos presenta al personaje principal
del relato: un príncipe feliz, intrépido y sagaz, cuyo nombre, Próspero, anuncia
un contraste entre clases sociales cuya injusticia desvela crudamente la peste.
Aprovechando su vasta riqueza, este príncipe feliz y estrafalario reúne un numeroso
grupo de súbditos para
aislarse con ellos en un interior construido a su capricho y excentricidades,
una abadía fortificada con infranqueables muros y pesadas puertas de metal
selladas con soldadura que los resguardará de los apestados. No fuera que a
pesar de estar bien aprovisionada de licor, comida y diversiones, la locura del
encierro pudiera dar lugar a la fuga de algún súbdito abriendo una fisura por
dónde pudiera colarse la peste. Así, el contraste queda servido: dentro de la
abadía se encontraba el reino de los placeres y la seguridad del príncipe, y
sus selectos súbditos, afuera estaba el reino del dolor, el miedo y la zozobra
que azotaba al resto de la población: el reino de La Muerte Roja.
| Fotograma de la película The mask of the red death. Roger Corman. EEUU, 1964. |
Pasados varios
meses La Muerte Roja llega a su cénit de destrucción en el exterior y es en ese
momento que el príncipe decide celebrar una fiesta donde el hedonismo, lo
burlesco y la parodia del sufrimiento de los que están afuera son las
protagonistas. Una manifestación de desenfadada soberbia frente al poder de la
Muerte Roja. El príncipe dispuso el espacio en la abadía distribuyéndolo en
siete salas, cada una de ellas iluminadas a trasluz, donde un fuego del
exterior traspasaba ventanas de distintos colores. La decoración de cada cámara
era del mismo color de la luz que se proyectaba a través de su respectiva
ventana. Seis de las salas estaban decoradas e iluminadas por colores alegres
que servían de fondo onírico para las ensoñaciones más extravagantes y
decadentes de los enmascarados: azul, púrpura, verde, naranja, blanco y violeta.
Sin embargo, la séptima de las salas, llamada la cámara del poniente, llamaba la
atención sobre las demás. La luz del exterior traslucía a través de ventanas
color sangre para proyectarse en las paredes y techos tapizados con telas color
negro dotando
de una terrorífica espectralidad al aposento y a los pocos enmascarados que se
atrevían a entrar en él.
En una de las
paredes de la siniestra sala colgaba un reloj de ébano, de madera oscura, cuyo
péndulo oscilaba marcando los segundos con una recorrido frío, siempre cansado
y continuo. Cada hora, salía de las entrañas de bronce del aparato un sonido con
un tono que detenía la música de los bronces de la orquesta que amenizaba el
festín y las alborozadas conversaciones. Generaba en los más reflexivos
silenciosas y preocupadas meditaciones y en los más distraídos provocaba una
palidez mortecina. Al finalizar los ecos surgidos del interior del reloj, el
alboroto festivo regresaba. Y así, la dinámica se repetía a cada hora.
Llegadas las
doce de la noche, el reloj volvió anunciar la hora, pero está vez, los
asistentes se sintieron más afectados en su ánimo, las meditaciones de los
aficionados a la reflexión se hicieron más profundas y quizá por eso notaron a
un enmascarado que sobresalía entre la festiva multitud por lo grotesco de sus
formas y el atuendo que las cubría: una figura alta y famélica cubierta por una
mortaja en toda su extensión excepto la cara. Por su parte, el rostro estaba oculto
tras una máscara que simulaba a la perfección la expresión de un cadáver ya rígido. Aún para
un carácter desconsiderado y libertino como el del príncipe y sus invitados esto
era demasiado imprudente: “atreverse a asumir las apariencias de la muerte roja”
merecía ser castigado con el ahorcamiento.
Para el príncipe su poder real no podía ser burlado ni por sus súbditos, entre quienes escoge a su antojo quién vive y quién muere, ni por el poder de La Muerte Roja. Por ello, después de sobreponerse a la primera impresión de aquel asistente osado y horroroso, el príncipe ordena capturarlo para colgarlo a la salida del sol. Nadie, ni nada podía ser más temerario que el príncipe. Pero nadie se atreve, el realismo del disfraz de aquel sujeto deja a los súbditos anclados de terror al suelo. Ante la cobardía de sus súbditos, al príncipe no le queda de otra que hacer gala de su intrepidez y se va con paso solemne tras el ofensor con un puñal en la mano.
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| Fotograma de la película The mask of the red death. Roger Corman. EEUU, 1964. |
A medida que
avanza tras él por varias salas, el príncipe va perdiendo la paciencia y
acelera el paso. Finalmente, ambos llegan a la sala del poniente, donde el príncipe
perdió la paciencia y se fue contra el espectro. Este último “se volvió de
golpe y enfrentó a su perseguidor”. Los asistentes oyeron un grito, mientras el
puñal sin una gota de sangre del enemigo caía al suelo y quién lo empuñaba caía
muerto. Poseídos por la ira y la desesperación, varios enmascarados se
abalanzaron sobre el desconocido pero retrocedieron horrorizados al descubrir
que nada había bajo la mortaja y la cadavérica máscara: era La Muerte Roja que
se había colado como un ladrón. Uno a uno los invitados al festín fueron
cayendo muertos con el sello de la Muerte Roja en sus rostros y cuerpos, con la
verdadera máscara de la muerte sobre sus caras. El reloj se detuvo por completo
al igual que las llamas que traslucían la luz en colores en cada una de las
salas y ya no hubo rincón en aquel país donde no reinara la Muerte Roja.
Y así termina la
pesadilla narrada por Poe en la cual la absoluta protagonista es la muerte y el
efecto que produce en los humanos cuando son conscientes de ella. Todo en la
cámara del poniente alude a la muerte a través de la oscuridad, desde lo más obvio, las
telas negras de terciopelo que cubren las paredes y el techo, hasta lo más
simbólico e implícito como el nombre que recibe la sala, pues el poniente es el
punto cardinal del horizonte por donde se oculta el sol, la fuente de luz y
vida más grande de nuestro mundo. En este espacio lúgubre el reloj toma un rol
fundamental: desde el fondo de la sala a la que nadie quiere ir les recuerda a
los fiesteros con su latido de corazón frío una verdad amarga pero irrebatible:
pueden demorar la muerte todo lo que quieran y celebrarlo, pero no podrán
detenerla.
El ser humano
quizá sea el único ser vivo sobre la tierra que sabe que va a morir, y por ende
el único que puede fingir que este hecho no va a ocurrir. Como dice Estanislao
Zuleta respecto a los compañeros de trabajo de Iván Ilich, pensamos que la
muerte es algo que solo les pasa a los demás. Pero en el cuento de Poe se va
más allá de esta afirmación, para los personajes de su relato la muerte no es solo
algo que le pasa a los otros, es algo que le debe pasar primero a los demás. Bajo
este presupuesto, la muerte roja puede aludir a cualquier peste, desde la peste
bubónica o el coronavirus Covid-19, porque ante la sangre como sello, que bien
podrían ser los bubones llenos de pus o la tos incontenible tras un tapabocas,
la compasión de las personas es sustituida por el egoísmo, pues en la realidad
y la ficción, el enfermo sirve de espejo a los demás de un horror que podrían
llegar a padecer con sólo tocarse o acercarse a un contagiado, un horror frente
al cual no hay nada que hacer si se apodera del cuerpo. Mientras podamos
aprovisionarnos al interior de una abadía o de nuestras casas con televisión e
internet que los de afuera se las arreglen como puedan. Pero la pesadilla de
Poe deja claro que no hay lugar donde escapar de la muerte, porque no hay lugar
donde no corra el tiempo.
Colgar aquel enmascarado justo en el inicio de un nuevo día, era la forma ideal para que el príncipe transmitiera a sus súbditos de manera extravagante y poética que había vencido a La Muerte Roja, que no había quién ni qué le disputara su reino, que nada podía impedir que vivieran ese nuevo día. Sin embargo, la Muerte Roja llega hasta los aposentos del soberbio príncipe, enmascarada con el rostro para mostrarle que la naturaleza no escoge a quienes se va a tragar con su entropía, no le importa si la idolatran o la desprecian, la muerte es inherente a toda vida, en el encierro o en el exterior.
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| Pieter Bruegel (El Viejo) El triunfo de la muerte. 1562-1563. Óleo sobre tabla. |
Para finalizar, la
pesadilla de Poe puede entrar en diálogo con otra obra literaria que nos habla
de una peste: La Peste de Albert Camus. Al igual que en el cuento de Poe, la
peste de la novela de Camus es una enfermedad que pone de manifiesto a la
conciencia de las personas que no se tiene control sobre la muerte, y por ende
pone de manifiesto el absurdo de la vida: se nace para morir, esto paraliza de
horror y saca del ser humano su faceta más despreciable. Sin embargo, en una actitud
heroica quijotesca, el doctor Rieux, protagonista de La Peste de Camus, se
embarca en una gesta heroica que sabe de antemano está condenada al fracaso. El doctor Rieux aun arriesgando su vida se empeña en remediar lo irremediable, y
en salvar y mermar el sufrimiento de las víctimas de la peste, pues está
convencido de que el absurdo de la vida no suprime el hecho que “En el hombre
hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Pero Rieux se encuentra
en el polo opuesto del príncipe Próspero.
También, tanto
en el cuento de Poe como en la novela de Camus, la peste como enfermedad
fisiológica pasa a un segundo plano, simboliza sobre todo enfermedades del
pensamiento, vicios como la soberbia y el egoísmo de estrafalarios poderosos
como en el caso del príncipe Próspero, o el modo de vida banal de los habitantes
de Orán y el autoritarismo fascista en el caso de Camus. Estas obras que tienen
como epicentro de la narración a la muerte, paradójicamente se les puede catalogar de
inmortales, pues hay que ver la mezcla de avaricia e ignorancia con la que gran
parte de la humanidad, poderosos y esclavos, ricos y pobres, afrontan el
Covid-19, la peste de nuestro siglo, y cuán pocos Rieux y que cantidad de
Prósperos se encuentran detrás de las mascarillas. Cuando todo esto pase como
dicen por ahí, cada quién verá que personaje representó en esta obra de nuestro
siglo, ya sean los mencionados o no mencionados en este escrito. Después de
todo, tal vez no solo estamos condenados a morir, también estamos condenados a
ser libres.


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