Cartas de amor: anonimato e inmortalidad
Henry
Miller es uno de esos escritores que no requieren una revisión exhaustiva de
sus novelas para saber algo concreto de su vida amorosa. Por lo menos en un
caso no hay necesidad de descifrar con rigurosa hermenéutica el Trópico de Cáncer o cualquier otra novela
de Miller para determinar la identidad de una mujer que haya enamorado al autor.
Por ejemplo, el turbulento romance de Miller con la también escritora Anais Nin
quedó plasmado en cartas de amor del escritor norteamericano. Teniendo en
cuenta que el epistolar es un género
literario y que las cartas de Miller están redactadas con el estilo provocador
e intenso que maduraría en sus más afamadas novelas, dichas cartas pueden
contarse como textos que hacen parte de su obra en general.
Cuando
Miller aún no era un prodigio editorial escribió una carta en la que describe con
profunda exaltación lo que provoca Anais Nin en él. En un primer párrafo se lee:
“Despiertas en mí tal
mezcla de sentimientos que no sé cómo acercarme a ti. Ven a mí, aproxímate a mí, será de lo más
hermoso, te lo prometo”. De éstas líneas
se puede inferir que Miller toma como última opción para acercarse a
ella lo que mejor sabe hacer: escribir. En el resto de la carta
Miller describe con fervor las cualidades personales y el deseo que genera en
él la escritora. Exalta su franqueza y su humor como irresistibles y luego le dedica
un par de líneas con un alto tono erótico. Finalmente, después de ensalzar la
existencia completa de Anais, Miller le declara con enternecedora desesperación
que necesita estar cerca de ella: “Pienso que si he de pasar todo el fin de
semana sin verte, resultará intolerable. Si es preciso, iré a Versalles el
domingo –lo que sea, pero he de verte. No temas tratarme con frialdad. Me
bastará con estar cerca de ti, con mirarte admirado. Te quiero, eso es todo”.
Las
cartas de amor también las escriben los personajes de ficción literaria. Como
las cartas que escribe Ángela Vicario a Bayardo San Román durante 17 años, y
que éste le entrega luego de regresar a ella después de una ausencia prolongada
por un exilio autoimpuesto, un auto exilio suscitado en gran parte por los prejuicios
de una sociedad con una moral conservadora y tradicionalista que ha
interiorizado San Román. Bayardo San Román abandona a Ángela Vicario en su noche
de bodas al descubrir que no era virgen y tal vez son las cartas escritas con
tanta persistencia aquello que lo hacen volver. Siguiendo con García Márquez, otro ejemplo son las cartas
que Florentino Ariza hace llegar a Fermina Daza con la complicidad de la tía
Escolástica. Cartas que alimentan un amor secreto hasta el punto de hacerlo sobrevivir
a la distancia impuesta por el severo padre de Fermina a los dos enamorados. Un
amor epistolar que crece hasta el punto en que sienten que “Ni el uno ni el
otro tenían vida para nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el
otro, para esperar las cartas con tanta ansiedad como las contestaban”. Sin
embargo, en la novela las cartas también son testimonio de sus amores contrariados
y de profundas meditaciones sobre la vida. Todos estos cambios de forma y
contenido en las cartas quedan supeditados al tránsito de la juventud hacia la
vejez de los protagonistas. Puede que no se puedan leer nunca las cartas de Ángela
Vicario y Florentino Ariza, como se pueden leer las de Miller, pero García Márquez las logra poner como un
elemento imprescindible que une inevitablemente los destinos de los protagonistas de ambas
novelas.
Jan Vermeer. La carta de amor. Hacia 1669-1670. |
No
obstante, las cartas de amor no están reservadas sólo para los escritores más
encomiados de la literatura y a sus personajes. Existen las cartas de amor de
millones de personas anónimas. Y es ese anonimato el que en algún momento, por
giros inescrutables del universo, permite que esas cartas generen una poesía
más allá de las letras plasmadas en el papel, una poesía tan alta como la
presente en las cartas de Miller y la sugerida en las novelas de García Márquez.
Hace un tiempo, fue hallada bajo tierra en una antigua casa en Toledo una carta
de amor de hace 300 años que nunca fue entregada a la mujer amada. El fallido remitente: un hombre sin la fama de Miller ni de Florentino Ariza, esos que los medios llaman un hombre de a pie. Teniendo en
cuenta éste hecho se podría concluir con Borges que el único testimonio de
nuestra existencia, son palabras, pero palabras escritas, palabras desplazadas
y mutiladas, palabras de otros y para otros, la pobre limosna que dejan las
horas y los siglos.
A pesar de la sentencia de Borges, esto
nos deja flotando la idea que la única manera de permanecer más allá de la muerte con una precaria inmortalidad es escribir. Sólo el que escribe, en éste caso cartas
de amor, puede aspirar a vencer de alguna manera su propia muerte, lo escrito trasciende en el recuerdo de quién lee. Después de
300 años ni la amada ni nadie más conserva recuerdo alguno de aquel escritor
anónimo de Toledo. Todos con quienes se saludó, los que fueron sus amigos, lo
amaron y lo odiaron ya no existen y no pueden prolongar su existencia en el recuerdo. Pero el hallazgo fortuito de su carta dejará
en la memoria de otros que no conocieron a su escritor, quién sabe hasta cuándo, el testimonio de su existencia.
Así pues, cómo bien lo dijo Fernando Pessoa haciendo gala de su gran capacidad para
la ironía y la paradoja, por más que al enamorado de Toledo le avergonzara su carta de amor, en últimas “Todas las cartas de amor son ridículas (…) Pero, al
fin y al cabo, sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí que
son ridículas”.
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